Somos el primer eslabón (A) en la cadena de nuestra democracia. Somos los que decidimos que políticos no queremos.

9 de agosto de 2010

A los integristas de todos los partidos


Cada religión, cada ideología, tiene su particular concepto del mal.

El integrismo es una perversión de la religiosidad caracterizado por la imposición de las creencias a través de medios de coacción políticos. El problema del integrista no es que busque el bien moral, sino que pretende implantar su propio bien a toda la sociedad.

Tras la declaración Dignitatis Humanae del Concilio Vaticano II, la deriva integrista ha sido desterrada de la Iglesia. Es una pena que no se pueda decir lo mismo de tantos políticos laicistas, que tienen una extraña fijación con el catolicismo. Sólo así se explica su deseo de construir una religión secular que, de modo invertido, es una copia exacta –hasta en sus errores históricos– del cristianismo.

Pues, ¿hay algún adjetivo más preciso que el de integrista para calificar el proyecto de ley anti discriminación que ahora se está debatiendo en el Consejo de Europa? Con el objetivo de erradicar la diferencia –ese pecado que, para los progresistas, se ha convertido en su particular abominación de la desolación–, la nueva directiva de la igualdad de trato pretende introducirnos en el reino de la no discriminación. Los medios: una legislación que pauta los aspectos más nimios de la vida de los europeos.

Dejemos a un lado la escala de valores que dicha ley pretende implantar en los 27 países de la Unión Europea para centrar la atención en la nueva versión secular de la vieja forma mentis integrista. Digámoslo primero de un modo conciso: el error de dicha forma mentis es doble; no sólo por imponer su bien moral desde el poder político, sino también por creer que se puede eliminar el mal moral empleando medios político-jurídicos.

Pero, ¿acaso no se ha de atacar el mal? Antes de continuar, convendremos primero en que del mal podemos discutirlo todo menos su existencia. Cada religión, cada ideología, tiene su particular concepto de mal, pero en todos los casos hay una coincidencia a la hora de señalar que en el ser humano hay algo roto que nos merma y nos hiere y que, además, muchas veces lo hace gratuitamente, por el puro placer de dañar. Una vez el mal ha sido detectado, vienen los intentos para ponerlo en fuga de nuestras vidas.

El cristianismo llama “pecado” al mal moral, y su solución consiste en la predicación del bien; un remedio que el pecador ha de asumir con libertad, pues sólo se apela a su conciencia para que se produzca la mejora.

La respuesta progresista al problema del mal moral es mucho más burda: consiste en acabar con la libertad. Es la aplicación práctica del refrán castellano que nos dice que “muerto el perro, se acabó la rabia”. Una parte significativa de la modernidad se ha metido de hoz y coz en la planificación estatal, la burocratización y el intervencionismo con el único objeto de construir esa Arcadia feliz donde sólo exista el bien y la abundancia.

Pero basta observar el siglo XX para comprobar que, cada vez que las naciones sucumben a la tentación liberticida, los resultados no pueden ser más desalentadores: la tiranía, la pobreza y la sistemática erradicación del enemigo hacen acto de presencia.

Tal y como vamos viendo, el error del moralismo político de confundir la política con la moral y, peor aún, de querer hacer una política con fines morales, es el resultado de unificar tres órdenes –Derecho, moral y política– completamente diferentes entre sí.

La función de la ley humana no es rehabilitar moralmente al ser humano, sino buscar el bien común; esa paz social que se deriva del orden establecido en las relaciones entre los ciudadanos. Por lo tanto, el Derecho sólo ha de custodiar las libertades básicas para que se ejerciten en la comisión de actos externos, sociales, pues éstos son los únicos accesibles al juicio de otras personas. Sin duda, la ley humana tiene su último fundamento ético en la ley natural, pero su función no es elevar la perfección moral del hombre. Su fin es el orden social, no la excelencia individual.

Cualquier jurista conoce la diferencia entre inmoralidad e ilegalidad; hay acciones que, pese a ser inmorales, al acontecer en el ámbito privado de las vidas de los sujetos, no afectan de modo directo al bien común, que es el propósito de la vida en sociedad y el objeto exclusivo al que han de ceñirse las diversas leyes civiles.

Y entonces, ¿cuál es el papel reservado a la política? La acción política es necesaria cuando hay alguna situación que no se puede resolver según los cauces habituales del Derecho. Es más; la política, con su capacidad de coacción, es la fuerza última que garantiza el cumplimiento efectivo de los dictados el Derecho, que nace del ethos del pueblo.

Pero cuando el poder pretende convertirse en la única fuente de moralidad para, acto seguido, emplear medios político-jurídicos coercitivos a la hora de reordenar la vida de los ciudadanos conforme a sus designios, entonces no hace falta ser un adivino saber qué sucederá, pues la Historia reciente ya nos da suficientes pistas de cuáles acaban siendo los resultados –tan europeos, por cierto–: el campo de concentración y el gulag.

* José R. Barros es periodista.

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